“La guarnicionería es un oficio a extinguir. La gente no le da valor a las cosas”

Uno de los últimos talleres que quedan está en La Ventilla

A día de hoy, como la gran mayoría de los productos que utilizamos proceden de la industria y sin ningún tipo de exclusividad, se debe poner en valor todo lo hecho a mano. Y en esta ocasión queremos destacar un oficio que, por desgracia, está desapareciendo: la guarnicionería. Una de las pocas que quedan aún en España está en el barrio de La Ventilla desde 1992, concretamente en el número 1 de la calle de Molina; es la guarnicionería García.


En sus orígenes, a los profesionales del cuero se les definía con diferentes nombres en función de su especialidad: maestro sillero, guarnicionero y talabartero. El dueño de dicho negocio se llama Fernando García, tiene 78 años y nos explica las diferencias: “Mi padre era maestro sillero, sólo hacía sillas de montar. Las guarniciones son las correas de la silla de montar, y talabartero era el que hacía las albardas para llevar la leche en los mulos”.

Cuatro generaciones

En esta familia ya son cuatro las generaciones que se han dedicado al cuero, y Fernando se enorgullece cuando dice: “Nuestro oficio viene de la prehistoria. ¡Se mataba para comer! ¿Y con la piel, qué hacían? La usaban para vestir, para correas…”. Hoy en día Fernando ya está jubilado, pero alguna que otra mañana se pasa por la tienda-taller para “darle la lata” a Antonio Martínez, de 57 años, que conoció a los García con 22, recién salido de la mili, cuando decidió aprender el oficio. Para entonces, el taller estaba ubicado en la calle de Castillejos, número 4, también en el distrito de Tetuán. La experiencia hace que Antonio tenga claro qué caracteriza esta artesanía: “Necesita bastante precisión y también es muy delicada”.


Con la industrialización del campo, poco a poco, recurrir a los animales para transportar la carga o como herramienta de trabajo en los cultivos ha ido disminuyendo, y este oficio lo ha notado mucho. Así lo reconoce Fernando: “Esto se mantiene gracias a la decoración, si no, no se puede. Sin embargo, cuando yo empecé con mi padre, con 12 años, trabajábamos hasta los domingos, no para tener dinero, sino para poder comer”. Antonio recuerda las primeras tareas que aprendió de la mano de su maestro Fernando. “Primero aprendí a lujar, a reglar, a pasar el matacantos… cosas pequeñas, y, con el tiempo, empiezas a coser a mano y más adelante, con las máquinas: troqueladora, chifladora, máquinas de coser…”. Según les voy escuchando, pienso que tendría que haber llevado un diccionario de bolsillo para saber qué significan algunos términos. Con humildad, pregunto: “¿Qué es una chifladora?”.


Es en ese momento cuando dejamos la tienda para adentrarnos en el maravilloso mundo de las herramientas, algunas antiquísimas, con nombres que emulan a otras épocas, y donde el intenso olor a cuero embriaga a quien no esté acostumbrado. Antonio recorre cada una de ellas con la mirada, las señala, las coge y las enseña con la misma ilusión y brillo en los ojos que un niño cuando enseña sus juguetes nuevos: “Éstos son desfloradores, para introducir el hilo en un surco y que no ocupe; cuchillos de compás para sacar correas, tijeras, martillos, uñas, cuchillos de media luna, regladores para hacer líneas en el cuero para el adorno, punzones, desclavadores, compases para marcar las costuras, matulejos de un solo pelo y de dos, matacantos o recanteadores, sacabocados, pasacintas que tendrán más de 100 años, mazos, leznas…”. En este paseo visual, llegamos al panel de las tijeras y me llama la atención la gran variedad. “¿Para qué tanta tijera?”, exclamo, arrancando sendas carcajadas: “Por los diferentes materiales: éstas para el cuero grueso, para lonas y pieles finas, o para telas, hilos…”. Cada una de estas herramientas podría decirse que son auténticas joyas, dignas de museo, que, gracias al buen uso y cuidado, “manteniéndolas siempre afiladas con piedra de aceite mineral o de agua”, han sobrevivido hasta hoy. Pero no sólo las herramientas, también las máquinas.

Una silla de la Gran Guerra

Otro detalle que no pasa desapercibido es el extremo orden que hay en el taller y asumen que es así porque “si no, te vuelves loco”, exclama Fernando. Además, lo aprovechan todo: sobrantes de cuero, correas, hebillas… Después del recorrido por el taller, volvemos al recibidor y me muestran una montura de caballo usada en la Primera Guerra Mundial, hecha por el padre de Fernando, y lista para restaurar. Este trabajo dura entre 20 y 30 horas: “El fuste, es decir, la armadura, suele ser de madera y de hierro. Viene desnuda y nosotros le ponemos cinchas de lona, le hacemos las cajas, la piel se moldea… Hoy por hoy es de vacuno. Y el último paso es coser las diferentes piezas a mano, no se puede coser a máquina. No hay máquina que pueda coser esto”, aseguran: es técnica, no fuerza. Aun así, aunque para el perfeccionismo innato de estos guarnicioneros sea imprescindible la mano de obra humana, se están topando con que países como China e India hacen imitaciones de muy mala calidad, pero con unos precios exageradamente baratos. “Es un oficio a extinguir. Cuando me jubile yo se acabó, porque ¿sabes lo que pasa? Que la gente no le da valor a las cosas. Lo quiero, lo pago, me lo llevo. Y luego, mira, te venden como si fuera cuero, cartón recubierto de plástico”, dice, mientras arranca el grueso papel del plástico negro de una silla de diseño.


Después de tantas décadas de experiencia, en el haber de un profesional hay piezas de las que se está realmente orgulloso. Antonio lo tiene claro: “¡Sí, mira!” –dice, dirigiéndose a una silla de madera, con reposabrazos y con respaldo y asiento de cuero, ya terminada–. “Esta restauración es muy difícil. Muy poca gente sabe hacer el moldeado, es decir, mojar, moldear para que coja la forma… Y mira, esta montura a la jineta, antiquísima” –señala una foto de un álbum que saca Fernando–, “tenía remaches de una moneda de Isabel II. También hemos hecho la funda para una nevera portátil y hasta un saco de boxeo con el Código de Hammurabi”. Renovarse o morir.


Ojalá no llegue a ocurrir, pero con la desaparición de este oficio, no sólo se extinguiría un arte, sino que quedaría en el olvido parte de la sabiduría de nuestros antepasados y, con ella, decenas de palabras que hoy definen y forman parte de una cultura con historia. Por cierto, una chifladora es una máquina que rebaja los cueros. Tiene una cuchilla cilíndrica y una pieza para calibrarlo, y corta las correas de cuero al grosor que se necesite. No lo busquen en el diccionario, porque no aparece.

Julia GAS



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