Parece que finalmente el juez Castro sentará en el banquillo a la infanta Cristina, a la que acusa como cooperadora necesaria de dos delitos fiscales. A Oshidori se le ha ocurrido que la de Borbón debe de estar tan apenada como aquella La Lirio del gran Rafael de León. Que el maestro le perdone el atrevimiento.
Por la calle la Amargura
va con su Iñaki la infanta.
La tarde les pinta el rostro
de vergüenza anaranjada
mientras que Palma se enciende
de cabreo y de revancha
contra los fértiles duques
por tener las manos largas.
–No sé qué sería, Iñaki,
de ti sin el casamiento
que nos hizo a los dos duques
por tu bien y mis tormentos.
Iñaki, estirado y rubio,
rezonga hacia sus adentros
y le responde a la infanta:
–Silencio, mujer. Silencio.
Por la arena de la Palma
viene cantando un chiquillo:
«La infanta tiene una pena
inversa a la de La Lirio,
y los calores le entran
de pensar en el banquillo».
El juez Castro les persigue
con colmillos de sabueso,
que va acusando a los duques
y anda al fiscal desoyendo.
El juez Castro lleva siempre
un casco gris de motero
por si llegase un Borbón
y le arrease con el cetro.
Los republicanos, mientras,
ya se relamen los dedos:
«Se dice que si la acusan
fue porque ella cooperó
pero la verdá del cuento
ay, señor, Felipe VI,
la saben Cristina y Dió».
Una voz, algo guasona
termina el romance aquel:
«Que fue porque, enamorada,
le dijo a todo que sí,
o porque sería un portento
en la cama Urdangarín».
Se oye al final una voz
en el juzgado de Palma:
«Al ladrón, la trena
y si la haces, paga,
y para duquitas,
pa duquitas negras,
las que tié la infanta».
Oshidori
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