Calle de Clavellinas. ¡Ayuda!

Escribo a este periódico como vecino de este barrio, vecino que actualmente está sumido en la desesperación. Hace tres años me mudé tras la parroquia de San Ignacio de Loyola, un lugar aparentemente tranquilo y recogido, en un barrio que siempre me ha gustado. Fui a ver el piso al que nos fuimos de alquiler al mediodía, por lo que no me percaté de lo que ojalá hubiera visto: me hubiera ahorrado un estado de ánimo que es difícil de describir y que supongo que, si tiene un nombre, es depresión.
¿Han pasado alguna vez por ahí? Hay un garaje justo en esa esquina. Miren las ventanas que lo rodean: nadie se asoma, apenas están abiertas, sin luces y muchas sin habitar. Y no me extraña: no es habitable, ojalá pudiera yo irme también a otro lado, pero no puedo.


Todos los días, un grupo de entre 5 y 15 “señores” de entre 18 y 30 años, sin oficio ni beneficio, se reúnen allí. Hay un parque al lado, pero ellos se reúnen allí porque apenas pasa gente, ni tráfico. En dos años no he visto tampoco un solo policía que se haya parado a hablar con ellos.


Lo dicho, todos los días tengo debajo de mi ventana entre cuatro y seis horas a un grupo de jóvenes que se dedican a hablar, muchas veces a gritar (¿no hay un límite de decibelios permitido?) y fumar (no daré más detalles), y yo no puedo ya estar en casa tranquilo. Porque no es esporádico, es al menos cinco de cada siete días de cada una de las semanas de los tres años que llevo viviendo aquí. ¿Hay algo que se pueda hacer?, necesito alguna clase de justicia, necesitamos dormir, mi familia y yo. Necesitamos descansar y volver a sonreír al llegar a casa.


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